Por: José Nelson Mármol M.
Como un eco interminable sigue rebotando en su mente, lo que en más de una oportunidad perturbó su sueño.
La impaciencia se dibujaba en su rostro; su caminar pausado, de a poco, se iba tornando apresurado. Una y otra vez se frotaba las manos y alzaba su mirada al cielo raso del pasillo por el cual pasaba todos los días; de rato en rato llevaba nerviosamente sus manos a la cabellera, que por el viento característico de la temporada apareció enredada, y mordiéndose suavemente el labio inferior, dejaba escapar un hálito de su furia reprimida. Pensaba en todo cuanto le habían criticado sus vasallos, en los cuatro años que duró su reinado.
-Pero muy pronto me oiréis todos quienes os habéis atrevido a comentar mis decisiones y el haberos convertido en defensores de todos los plebeyos de este reino, dijo para sí. Y acto seguido, con una actitud de triunfo blandió su brazo, simulando dar un golpe en una invisible mesa; al parecer, una iluminada solución transformó su ser, pues, al instante, en su preocupada expresión se dibujó una débil sonrisa.
Convocó a sus íntimos de palacio; a los plebeyos, quienes por vivir muy alejados no conocían lo que habría hecho en su reinado; y, por supuesto, al nuevo rey -quien luego le reemplazó el 10 de agosto de este agitado verano.
El 25 de julio fue el día. Hubo un programón, con banda de músicos, risas y sonrisas; discursos iluminados y opacos; con presupuestos y ordenanzas; felicitaciones y medallas; comilona y vino. Hubo de todo, inclusive se transmitió por una emisora vecina.
Fue como una presentación de teatro que constó de dos actos y varias escenas; el protagonista principal quiso ser el rey de Cundistab, quien, aunque a ratos aparentaba nerviosismo en sus gestos, demostraba satisfacción porque sus cortesanos actuaron bien y dijeron lo maravilloso que ha sido trabajar en palacio; se quejaron por la incomprensión de la plebe a los latigazos que con ternura asestaban; intentaron explicar el porqué el agua que no hay, la luz, y los catastros deben ser caros -aunque no dijeron ni una palabra de los carros chocados y otras maravillas que la gente hubiera querido oír.
Como un eco interminable sigue rebotando en su mente, lo que en más de una oportunidad perturbó su sueño.
La impaciencia se dibujaba en su rostro; su caminar pausado, de a poco, se iba tornando apresurado. Una y otra vez se frotaba las manos y alzaba su mirada al cielo raso del pasillo por el cual pasaba todos los días; de rato en rato llevaba nerviosamente sus manos a la cabellera, que por el viento característico de la temporada apareció enredada, y mordiéndose suavemente el labio inferior, dejaba escapar un hálito de su furia reprimida. Pensaba en todo cuanto le habían criticado sus vasallos, en los cuatro años que duró su reinado.
-Pero muy pronto me oiréis todos quienes os habéis atrevido a comentar mis decisiones y el haberos convertido en defensores de todos los plebeyos de este reino, dijo para sí. Y acto seguido, con una actitud de triunfo blandió su brazo, simulando dar un golpe en una invisible mesa; al parecer, una iluminada solución transformó su ser, pues, al instante, en su preocupada expresión se dibujó una débil sonrisa.
Convocó a sus íntimos de palacio; a los plebeyos, quienes por vivir muy alejados no conocían lo que habría hecho en su reinado; y, por supuesto, al nuevo rey -quien luego le reemplazó el 10 de agosto de este agitado verano.
El 25 de julio fue el día. Hubo un programón, con banda de músicos, risas y sonrisas; discursos iluminados y opacos; con presupuestos y ordenanzas; felicitaciones y medallas; comilona y vino. Hubo de todo, inclusive se transmitió por una emisora vecina.
Fue como una presentación de teatro que constó de dos actos y varias escenas; el protagonista principal quiso ser el rey de Cundistab, quien, aunque a ratos aparentaba nerviosismo en sus gestos, demostraba satisfacción porque sus cortesanos actuaron bien y dijeron lo maravilloso que ha sido trabajar en palacio; se quejaron por la incomprensión de la plebe a los latigazos que con ternura asestaban; intentaron explicar el porqué el agua que no hay, la luz, y los catastros deben ser caros -aunque no dijeron ni una palabra de los carros chocados y otras maravillas que la gente hubiera querido oír.
Ya al despedirse, el rey alzó su voz y, blandiendo su mano con coraje, dijo: A pesar de las vicisitudes, de vuestras críticas, pasquines y panfletos; a pesar de vuestras campañas sucias y cobardías, de vosotros plumíferos y timoratos que no dais la cara, he trabajado por este pueblo intrínseco, dejando al preludio que nos juzguéis o no. Hizo una venia y se fue. Mientras los invitados con un gesto de desconcierto se vieron unos a otros, esbozaron una muy liviana sonrisa y también abandonaron el palacio.
Tabacundo, septiembre,1992
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