viernes, 19 de marzo de 1993

TRABAJO, SOLIDARIDAD Y JUSTICIA

Por: José Nelson Mármol M.

Aunque los trámites llevaron algún tiempo y su consecución otro tanto, o más, lo importante son los resultados.

Es difícil tratar de resumir en pocas palabras todo el esfuerzo, la entrega y el sacrificio que se ha puesto en una obra, y dimensionar la huella que deja. Sin embargo, no quiero dejar pasar la oportunidad para expresar mi más emocionada felicitación a todos quienes fueron los protagonistas de una magna obra que se la realizó sin demagogia y menos aún intereses: La construcción de centenares de casas nuevas, gracias al aporte generoso de Missereor (una institución de la iglesia alemana que ofrece ayuda a Latinoamérica), y la extraordinaria coordinación de la Conferencia Episcopal Ecuatoriana, y la Secretaría Nacional y Arquidiocesana de Pastoral Social.

En este programa habitacional realizado por la Conferencia Episcopal Ecuatoriana, en ayuda a las familias damnificadas de los sismos de marzo de 1987, y de agosto de 1990, se conjuga la justicia, la solidaridad y el trabajo como una fórmula necesaria y perfecta para brindar a las familias que se quedaron sin vivienda - o nunca la tuvieron-, la oportunidad de acceder a una vivienda digna.

Alrededor de treinta familias de Tabacundo recibieron las llaves de sus nuevas casitas, el pasado 31 de enero; mientras el 28 de febrero último lo hicieron 100 familias de Malchinguí. Las fechas se convirtieron en verdaderos días de fiesta en las respectivas parroquias, pues ahí, con un programa especial, que fue solemnizado por Mons. Antonio Arregui Y., Obispo auxiliar de Quito y Secretario Adjunto de la Conferencia Episcopal Ecuatoriana, y que contó con la presencia de autoridades locales, se selló el premio a un gran esfuerzo: Pues se inauguró el programa habitacional "Amistad y Progreso", que comprende de 30 viviendas en Tabacundo, y 102 en Malchinguí, que fueron construidas con la ayuda económica de la Conferencia Episcopal Ecuatoriana; la colaboración de la municipalidad local; la entrega de dirigentes -como Tomás González (al inicio), y de Alberto Jarrín, posteriormente, en el caso de Tabacundo, y de Héctor Navarrete, en Malchinguí- y sobre todo el esfuerzo comunitario de los beneficiarios, quienes día a día trabajaron a base de mingas, dejando en cada casita no únicamente sudor y lágrimas, sino también mucho amor.

La obra realizada es, ciertamente, de dimensiones extraordinarias. La emoción y gratitud que expresaron los beneficiarios fue igual, pero quizá se lo resuma con un profundo "...que Dios les pague..." a la Conferencia Episcopal Ecuatoriana, a Missereor y a la Pastoral Social.

DE FANESCA Y FAROLITOS

Por : José Nelson Mármol M.

Aunque, ciertamente, cuando se publique el presente artículo estará por quedar atrás, si no ha pasado ya el período al que haré alusión en las siguientes reflexiones, creo sin embargo que es necesario que insistamos un poco en aquello que, al parecer va perdiendo importancia en Padres de familia y maestros de escuelas y colegios: Nuestra riqueza cultural; esa cultura popular de la que antes éramos sus protagonistas.

Los tiempos van cambiando. Eso es lógico y natural; es la demostración más palpable de que la dialéctica no es solo teoría. Empero los cambios que a cada instante se registran no siempre son positivos. Pienso entonces que muchas de nuestras costumbres y tradiciones no solo que van cambiando, sino que están en ese malhadado camino que lleva a la extinción, lo cual es muy grave; y por ello nuestra identidad cultural de a poco se va borrando.

Que la "Fanesca", delicioso potaje que la costumbre lo ha ubicado como uno de los símbolos de la Semana Santa (y que, indudablemente es parte de la riqueza culinaria de nuestro pueblo), vaya quedando como recuerdo es, hasta cierto punto, comprensible, porque, en este caso, la difícil situación económica que enfrentamos la gran mayoría de ecuatorianos se impone al deseo que tenemos de no dejar de hacer y disfrutar el apetitoso guisado. Para nadie es desconocido que ahora la "Fanesquita" es algo que, aunque nos abra el apetito, asusta, porque ahora el poder comerla significa un enorme sacrificio para la familia. Esto explica también que haya desaparecido la añorada costumbre de las "convidadas"; cuando la fanesca se la hacía no únicamente para la familia sino, además, para convidarla a los vecinos. Esos tiempos, claro esta, ya no son más los nuestros -y es comprensible, insisto.

Pero ese otro aspecto que antes caracterizaba al inicio mismo de la Semana Santa (me refiero al Domingo de Ramos), sí es posible que lo rescatemos y promocionemos: Esa verdadera fiesta y alborozo que se vivía cuando en las faldas de Papá o Mamá intentábamos confeccionar canastitas, anillos, pulseras, farolitos y cuanta figurita o adorno que la creatividad y habilidad nos permitía, con los ramos que minutos antes los hiciéramos bendecir en el primer domingo de "Guioneros", como se me ocurre decir ahora, para referirme al Domingo de ramos.

He visto con preocupación desde hace algunos años que esta sana costumbre que, como señalé antes, es parte de esa cultura popular -ligada en este caso, como en muchos otros, a la religiosidad popular- se va perdiendo, y no debemos permitirlo. Hoy, aunque la Semana Santa prácticamente ha quedado atrás, es preciso que hagamos conocer a las generaciones presentes nuestras costumbres -mientras más añejas mejor-, y sobre todo insinuar en ellas la necesidad de conservarlas y rescatarlas, porque llevan cargadas esa impronta de lo popular que es, acaso, la más rica cultura.