viernes, 1 de noviembre de 2013

Amasijo de finados

Lo vivíamos casi, casi, como un ritual.  Mamá y mis ñañas ocupadas preparando los ingredientes para el amasijo.  Escoger el trigo, separar la granza, los ballicos y una que otra vainita de rábano que casi siempre se mezclaba en el trigo, luego de que recogíamos la cosecha y el dorado cereal salía de la trilladora. Una vez seleccionado el grano lo cargábamos hacia el molino para transformarlo en harina.  Luego había que cernirla en amplios cedazos, para clasear la harina y separarla para el pan blanco o para el mestizo (que ahora se lo conoce como integral). Así, grandes y chicos, participábamos en el proceso, unas alistando los ingredientes (harina, levadura, manteca, huevos, leche, sal, azúcar, en fin), mientras tanto con papá y mi ñaño nos ocupábamos de preparar la leña, el horno y otros materiales que no podían faltar.  Con machete en mano íbamos a la parcela a buscar y elaborar los furguneros (recuerdo inclusive que mi abuelita decía jurguneros; lo cierto es que al repasar estas memorias me doy cuenta que lo de furgunero debe tener alguna relación con los fucuneros: el uno para acomodar o recoger las brasas en el horno, y el otro para atizarlas), preparar las escobas para el horno, que las hacíamos con las ramas del pubián o de marco, lo mismo que para limpiar y enmantecar las latas para luego acomodar el pan que ha sido antes amoldado.

En fin, la semana previa a la festividad de todos los Santos y el día de los Fieles Difuntos eran días de ilusión y ajetreo familiar, preparando el amasijo de finados y de todo cuanto implicaba esta celebración que aún conserva los rasgos de las tradiciones ancestrales de nuestro pueblo.  
Y claro, todo este proceso implicaba también que con antelación se deba reservar el horno, o esperar el turno que le corresponda, dada la gran demanda que existía en esas fechas, y los pocos hormos que existían en el barrio; pues la tradición milenaria convocaba con especial ritualidad el que la familia se reúna para elaborar el pan de finados, la colada morada y las guaguas de pan.
Recuerdo que durante varios años el amasijo y la horneada respectiva lo hacíamos en el horno de la "Tía Carmen" (donde Tío Santos), hasta que unos años más tarde papá encargó la construcción de uno propio, con lo que estas reuniones familiares en torno al horno las repetíamos también en otras fechas del año.
Una vez que todo lo necesario estaba listo (ingredientes y materiales) empezaba una segunda parte del ceremonial: la preparación misma de la masa, que -claro está- requería no solo conocer la proporción y dosis adecuadas de los ingredientes, sino de unos buenos brazos que batan la masa hasta que quede a punto para empezar la siguiente fase, que era en la que todos metíamos las manos en la masa para elaborar el pan, inventando cada forma y detalle, tanto como para entretenernos moldeando las figuras, especialmente las tradicionales guaguas de pan y caballitos.
Lo cierto es que para ese momento, no había mesa que alcance para que todos quienes nos arremolinábamos para realizar nuestros propios panes, pero sobre todo las figuras, que es lo que no puede faltar en esta fiesta familiar.
Y claro, otro momento especial de esta velada (porque generalmente esta minga familiar en torno al amasijo de finados concluía a altas horas de la noche) constituía el ver cómo sale el pan del horno y empezar a reconocer el pan o las figuras que cada uno hacía.
Pero esta ceremonia particular no estaría completa si a la hora que empieza a salir el pan del horno no estuviera lista también la olla humeante de la colada morada, para disfrutar de estas delicias que las heredamos de nuestros ancestros y que intentamos conservarlas con especial celo y, en la medida de lo posible, con la ritualidad como nos enseñaron nuestros padres.

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